“Cuando las
tormentas bajan de la montaña; cuando el viento alborota el oleaje, me postro
en la ribera y miro la funesta roca. Muchas veces, cuando la Luna aparece en el cielo, veo
flotar en la oscuridad iluminada las almas de mis hijos, que vagan por el
espacio, unidos fraternalmente en un abrazo”.
Un raudal de
lágrimas, que brotó de los ojos de Carlota, desahogando su corazón, interrumpió
la lectura de Werther. Éste hizo a un lado el manuscrito y tomando una de las
manos de la joven, soltó también el amargo llanto. Carlota, apoyando la cabeza
en la otra mano, se cubrió el rostro con un pañuelo. Víctimas ambos de una
terrible agitación, veían su propia desdicha en la suerte de los héroes de
Ossian y juntos lloraban. Sus lágrimas se confundieron. Los ardientes labios de
Werther tocaron el brazo de Carlota; ella se estremeció y quiso retirarse; pero
el dolor y la compasión la tenían atada a su silla como si un plomo pesara
sobre su cabeza. Ahogándose y queriendo dominarse, suplicó con sollozos a
Werther que siguiera la lectura; su voz rogaba con un acento del cielo.
Werther, cuyo
corazón latía con la violencia de querer salir del pecho, temblaba como un
azogado. Tomó el libro y leyó inseguro:
“¿Por qué me
despiertas, soplo embalsamado de primavera? Tú me acaricias y me dices: ‘traigo
conmigo el rocío del cielo; pero pronto estaré marchito, porque pronto vendrá
la tempestad, arrancará mis hojas. Mañana llegará el viajero; vendrá el que me
ha conocido en todo mi esplendor; su vista me buscará a su alrededor y no me
hallará”.
Estas palabras
causaron a Werther un gran abatimiento. Se arrojó a los pies de Carlota con una
desesperación completa y espantosa, y tomándole las manos las oprimió contra
sus ojos, contra la frente.
Carlota sintió el
vago presentimiento de un siniestro propósito. Trastornado su juicio, tomó
también las manos de Werther y las colocó sobre su corazón. Se inclinó con
ternura hacia él y sus mejillas se tocaron. El mundo desapareció para los dos;
la estrechó entre sus brazos, la apretó contra el pecho y cubrió con besos los
temblorosos labios de su amada, de los que salían palabras entrecortadas.
-¡Werther!
-murmuraba con voz ahogada y desviándose-. ¡Werther!, insistía, y con suave
movimiento trataba de retirarse.
-¡Werther! -dijo
por tercera vez-, ahora con acento digno e imponente.
Él se sintió
dominado; la soltó y se tiró al suelo como un loco. Carlota se levantó y en un
trastorno total, confundida entre el amor y la ira, dijo:
-Es la última vez,
Werther; no volverás a verme.
Y entregándole una
mirada llena de amor a aquel desdichado, corrió a la habitación contigua y ahí
se encerró.
Werther extendió
las manos sin atreverse a detenerla. En el suelo y con la cabeza en el sofá,
permaneció más de una hora sin dar señales de vida. Al cabo de ese tiempo oyó
ruido y despertó. Era la criada que venía a poner la mesa. Se levantó y se puso
a caminar por el cuarto. Cuando volvió a quedarse solo, se acercó a la puerta
por donde había entrado Carlota y dijo en voz baja:
-¡Carlota! ¡Carlota!
Una palabra al menos, un adiós siquiera…
Ella guardó
silencio. Esperó, suplicó, esperó una vez más... Por último se alejó de la
puerta gritando:
-¡Adiós, Carlota…
adiós para siempre!
Llegó a las puertas
de la ciudad; los guardias, que acostumbraban verlo, lo dejaron pasar. Caían
menudos copos de nieve; él, no obstante, no volvió a la población sino una hora
antes de la medianoche.
Cuando llegó a su
casa, el criado observó que no traía su sombrero, pero no se aventuró a decirle
nada. Le ayudó a desvestirse: toda la ropa estaba calada. Más tarde,
encontraron el sombrero en un peñasco que destacaba sobre todos los de la
montaña y que parece desgajarse sobre el valle. No se sabe cómo en una noche
lluviosa y oscura pudo llegar a ese punto sin caer. Se acostó y durmió mucho
tiempo; cuando el criado entró al cuarto al día siguiente para despertarlo, lo
encontró escribiendo. Werther le pidió café, mismo que enseguida la sirvió.
Werther entonces
agregó estos párrafos a la carta que había iniciado para Carlota:
“Esta vez es la
última que abro los ojos; la última, ¡ay de mí! Ya no volverán a ver la luz del
día. Estarán cubiertos por una niebla densa y oscura. ¡Sí, viste de luto,
naturaleza! Tu hijo, tu amigo, tu amante se acerca a su término. ¡Ah, Carlota!,
es una cosa que no se parece a nada y que sólo puede compararse con las
percepciones confusas de un sueño, el decirse; ‘¡Esta mañana es la última!’
Carlota, apenas puedo entender el sentido de estas palabras: ‘¡La última!’ Yo,
que ahora tengo la plenitud de mis fuerzas, mañana rígido e inerte estaré sobre
la tierra. ¡Morir! ¿Qué es eso? Ya lo ves: los hombres soñamos siempre que
hablamos de la muerte. He visto morir a mucha gente; pero somos tan pobres de
mente que no sabemos nada del principio ni del fin de la vida. En este momento
todavía soy mío... todavía soy tuyo, sí, tuyo, querida mía; y dentro de poco...
¡separados, aislados, quizá para siempre! ¡No, Carlota, no! ¿Cómo puedo dejar
de ser? Existimos, sí. ¡Dejar de ser! ¿Qué significa esto? Es una frase más, un
ruido que mi corazón no entiende. ¡Muerto, Carlota! ¡Cubierto en la tierra
fría, en un rincón angosto y oscuro! Tuve yo cuando adolescente una amiga que
era apoyo y consuelo de mi abandonada juventud. Murió y estuve con ella hasta
la fosa, donde vi cuando bajaron el ataúd; oí el crujir de las cuerdas cuando
las soltaron y cuando las recogieron. Luego arrojaron la primera palada y la
fúnebre caja hizo un ruido sordo; después, más sordo; y después, aún más, hasta
que quedó cubierta de tierra por completo. Caí al lado de la fosa, delirante,
oprimido y con las entrañas despedazadas. Pero no supe nada de lo que me
sucedió, de lo que me sucederá. ¡Muerte! ¡Tumba! No entiendo estos conceptos.
“¡Oh! ¡Perdóname,
perdóname! Ayer… aquel debió ser el último momento de mi vida. ¡Oh, ángel! Fue
la primera vez, sí, que una alegría pura e infinita llenó mi ser.
“Me ama, me ama…
Aún quema mis labios el fuego sagrado que emanaba de los suyos; todavía colman
mi corazón estas delicias abrasadoras. ¡Perdóname, perdóname! Sabía que me
amabas; lo sabía desde tus primeras miradas, aquellas miradas llenas de ti; lo
sabía desde la primera vez que me diste la mano. Y, sin embargo, cuando me
separaba de ti o veía a Alberto contigo, me atacaban las dudas.
“¿Recuerdas de las
flores que me enviaste el día de esa enojosa reunión en que ni pudiste darme la
mano ni decirme palabra alguna? Pasé de rodillas media noche frente a las
flores, porque eran para mí el sello de tu amor; pero ¡ay!, estas impresiones
se borraron como se borra paso a paso en el corazón del creyente el sentimiento
de la gracia de que Dios le prodiga por medio de símbolos visibles. Todo
perece, todo: pero ni la misma eternidad puede acabar con la candente vida que
ayer tomé de tus labios y que siento en mi interior. ¡Me ama! Mis brazos la han
estrechado; mi boca ha temblado, ha murmurado palabras de amor sobre la suya.
¡Es mía! ¡Eres mía! Sí, Carlota; mía para siempre. ¿Qué importa que Alberto sea
tu esposo? No lo es más que para el mundo; para ese mundo que dice que amarte y
querer arrancarte de los brazos de tu marido para cobijarte en los míos es
pecado. ¡Pecado!, sea. Si lo es, ya lo expío. He saboreado ese pecado en sus
delicias, en su éxtasis inconmensurable. He aspirado el bálsamo de la vida y
con él he fortalecido mi alma. Desde este momento eres mía, ¡mía, Carlota! Voy
delante de ti; voy a reunirme con mi padre, que también lo es de ti, Carlota;
me quejaré y me consolará hasta que tú aparezcas. Entonces volaré a tu
encuentro, te recibiré en mis brazos y nos uniremos en presencia del eterno,
con un abrazo que no tendrá fin. No sueño ni deliro. Al borde del sepulcro
brilla para mí la verdadera luz. ¡Volveremos a estar juntos! ¡Veremos a tu
madre y le diremos todas las penas de mi corazón! ¡Tu madre! ¡Imagen tuya perfecta!”
A las 11 llamó
Werther a su criado y le preguntó si había regresado Alberto; el criado dijo
haberlo visto pasar en su caballo. Entonces le mandó una carta abierta que sólo
contenía estas palabras:
“¿Me harías el
favor de prestarme tu pistola: para un viaje que he planeado? Que estés bien.
Adiós”.
La pobre Carlota
apenas había dormido la noche anterior. Su sangre pura, que hasta entonces
había corrido por su venas en calma, se agitaba febril. Mil sensaciones
distintas conmovían su noble corazón. ¿Era que le consumía el corazón el calor
de las caricias de Werther o que estaba indignada de su atrevimiento? ¿Era que
le mortificaba el comparar su situación con su vida pasada, con sus días de
inocencia, sosiego y confianza? ¿Cómo presentarse ante su esposo? ¿Cómo
confesarle una escena que ella misma no quería aceptar, por más que no tuviera
nada de qué avergonzarse? Mucho tiempo hacía que marido y mujer no hablaban de
Werther y justo ella debía romper el silencio para hacerle una confesión igual
de penosa como inesperada. Temía que el solo anuncio de la visita de Werther
fuera para Alberto motivo de mortificación. ¿Qué sucedería al saber todo lo
ocurrido? ¿Podría esperar que juzgara las cosas sin pasión y las viera tal como
se habían presentado? ¿Podría desear que leyera claramente en el fondo de su
alma? Y, por otra parte, ¿cómo disimular ante un hombre para quien su pecho
había sido siempre un transparente cristal y a quien ni había ocultado ni
quería ocultar nunca el menor pensamiento? Estas reflexiones la abrumaban y la
ponían en una cruel incertidumbre; siempre su pensamiento se dirigía a Werther,
que la adoraba; hacia Werther, a quien no podía abandonar y a quien necesario
era dejar. ¡Ah! ¡Qué vacío para ella!
Aunque la agitación
de su espíritu no le permitiera ver con claridad la verdad de las cosas,
comprendió que pesaba sobre ella la fatal desavenencia que apartaba a su marido
y a Werther; dos hombres tan buenos y tan inteligentes que, iniciando por
ligeras divergencias de sentimientos, había llegado a una mutua reserva y a una
indiferencia glacial. Cada uno se encerraba en el círculo de su propio derecho
y de los errores del otro. La tensión había aumentado por ambas partes,
llegando a ser tal la situación que ya no podía resolverse sin violencia. Si
una dichosa confianza los hubiera unido más en los primeros momentos; si la
amistad y la indulgencia hubieran abierto sus almas a dulces expansiones, quizá
se hubiera podido salvar el desgraciado joven. Una circunstancia particular
aumentaba la perplejidad de Carlota. Werther, como leemos en sus cartas, no
ocultó nunca su deseo de dejar el mundo. Alberto había combatido la idea muchas
veces y a menudo había platicado sobre ella con su mujer. Impulsado por una
instintiva repugnancia hacia el suicidio, Alberto había dado a entender a
menudo, con una especie de ligereza de carácter, y hasta se había permitido una
que otra burla sobre el asunto, haciendo así que su incredulidad se reflejara
un tanto en Carlota. Esto la tranquilizaba un poco cuando en su ser aparecían
siniestras imágenes; pero de la misma forma le impedía manifestar sus temores a
su marido.
No tardó Alberto en
llegar y ella salió a recibirlo con una solicitud no libre de vergüenza.
Alberto parecía disgustado. No había podido terminar sus negocios por algunos
problemas, relacionadas con el carácter intratable y minucioso del funcionario.
El mal estado de los caminos había acabado de ponerle de mal humor. Preguntó lo
que había sucedido en su ausencia y su mujer se apresuró a decirle que Werther
había estado ahí la tarde del día anterior. Informado después de que en su
cuarto tenía algunas cartas y paquetes que habían llevado para él, dejó sola a
Carlota. La presencia del hombre por quien sentía tanto cariño y tanto respeto
hizo una nueva revolución en su espíritu. El recuerdo de su generosidad, de su
amor y de sus bondades, le regresó la calma. Sintió un secreto deseo de
seguirle y con decisión hizo lo que muchas veces: ir a buscarlo a su cuarto. Le
encontró abriendo y leyendo cartas; algunas parecían llenas de noticias
desagradables. Le hizo varias preguntas al respecto y él contestó con excesiva
brevedad, para después empezar a escribir. Durante una hora estuvieron
callados, uno frente al otro. El humor de Carlota se oscurecía por momentos. Comprendía
que aunque su marido estuviera del mejor ánimo, iba a verse apurada para
explicar lo que sentía su corazón y cayó en un abatimiento que se profundizaba
a medida que se esforzaba por ocultar y devorar sus lágrimas.
La llegado del
criado de Werther aumentó su preocupación. Aquél entregó la carta de su amo y
Alberto, después de leerla, se dio la vuelta, indiferente, hacia su mujer,
diciéndole:
-Dale las pistolas.
Luego hacia el
criado agregó:
-Di a tu amo que le
deseo buen viaje.
Estas palabras tuvieron
en Carlota el efecto de un rayo. Apenas pudo levantarse. Se dirigió lento a la
pared, descolgó las armas y las limpió temblorosa. Estaba indecisa y hubiera
tardado mucho en entregarlas al criado, si Alberto, con mirada inquisidora, no
la hubiera forzado a obedecer.
Carlota entregó las
pistolas sin poder decir una sola palabra. Cuando éste se retiró, Carlota
volvió a tomar su labor y se fue a su habitación, presa de una gran turbación y
con el corazón agitado por los presentimientos.
Tan pronto quería
ir y arrojarse a los pies de su esposo y confesarle lo sucedido, la turbación
de su conciencia y sus terribles temores, como desistía de hacerlo,
preguntándose de qué serviría el acto. ¿Podía esperar que su marido, en
atención a sus súplicas, corriera de inmediato a casa de Werther?
La comida estaba en
la mesa. Llegó una amiga de Carlota que sin otra cosa que la intención de verla
y con temor a importunar, decidió retirarse. Carlota la hizo quedarse. Esto dio
pie a una conversación que animó la comida y aunque esforzándose, se habló y se
dio todo al olvido.
El criado de
Werther llegó a casa con las pistolas y se las dios a su amo, quien las tomó
con un tipo de placer cuando supo que venían de las manos de Carlota.
Ordenó que le
llevaran pan y vino, y después de decir a su criado que fuera a comer, se puso
a escribir:
“Han pasado por tus
manos; tú misma las has desempolvado; tú las has tocado… y yo las beso ahora
una y mil veces. ¡Ángel del cielo, tú apoyas mi decisión! Tú, Carlota, eres
quien me entregas esta arma destructora; así recibiré la muerte de quien quería
recibirla yo. Me he enterado por el criado de los pormenores! Temblabas al
darle estas pistolas…, pero ni un ‘adiós’ me haces llegar. ¡Ay de mí!, ni un
‘adiós’. ¿Quizá el odio me ha cerrado tu corazón por aquel instante de
embriaguez que me unió a ti para siempre? ¡Ah, Carlota!, el transcurso de los
siglos no borrará aquella impresión; y tú, estoy seguro, no podrás aborrecer
nunca a quien tanto te ha idolatrado”.
Después de comer
envió al criado que acabara de empacar todo. Rompió muchos papeles. Salió a
pagar algunas cuentas pendientes y regresó a casa. Más tarde, a pesar de la
lluvia, salió de nuevo y fue al jardín del difunto conde de M., fuera del
pueblo. Paseó mucho tiempo por los alrededores y regresó a su casa al
anochecer. Entonces escribió:
“Guillermo: por
última vez he visto los campos, el cielo y los bosques. También a ti doy el
último adiós. Tú, madre, perdóname. Consuélala, Guillermo. Que Dios los llene
de bendiciones. Todos mis asuntos quedan saldados. Adiós; nos volveremos a ver
y entonces seremos más felices.
“Mal he pagado tu
amistad, Alberto; pero sé que me perdonas. He turbado la paz de tu hogar; he
introducido la desconfianza entre ustedes… Adiós, quiera el cielo que mi muerte
te devuelva la felicidad. ¡Alberto!, haz feliz a ese ángel, para que la
bendición de Dios descienda sobre ti”.
Por la noche estuvo
revolviendo sus papeles; rompió muchos, que lanzó al fuego, y cerró algunos
pliegos dirigidos a Guillermo. El contenido de estos se reducía a breves
disertaciones y pensamientos inconexos, de los cuales no conozco más que una
parte. A eso de las 10 ordenó echar más leña al fuego y que le llevaran una
botella de vino; después mandó a dormir a su criado. El cuarto de éste, como
los de todos los que vivían en la casa, estaba muy lejos del de Werther.
El criado se acostó
vestido para estar listo muy temprano, pues su amo le había dicho que los
caballos de posta llegarían antes de las seis de la mañana.
Después de las 11
“Todo duerme a mi
alrededor y mi alma está tranquila. Te doy las gracias, Dios, por haberme
concedido en momento tan supremo resignación tan mayúscula. Me asomo a la
ventana, amada mía, y distingo a través de las tempestuosas nubes unos luceros
esparcidos en la inmensidad del cielo. ¡Ustedes no desaparecerán, astros
inmortales! El eterno los lleva, lo mismo que a mí. Veo las estrellas de la Osa, que es mi constelación
predilecta, porque de noche, cuando salía de tu casa, la tenía siempre
enfrente. ¡Con qué delicia la he visto tantas veces! ¡Cuántas veces he
levantado mis manos hacia ella para tomarla por testigo de la felicidad que
entonces disfrutaba! ¡Oh, Carlota! ¿Qué hay en el mundo que no traiga tu
recuerdo a mi mente? ¿No estás en todo lo que me rodea? ¿No te he robado, con
la codicia de un niño, mil objetos sin importancia que habías santificado con
tu toque?
“Tu retrato, muy
querido para mí, te lo doy con la súplica de que lo conserves. He impreso en él
mil millones de besos y lo he saludado mil veces al entrar en mi habitación y
al salir de ella. Dejo una carta escrita para tu padre, en la que ruego proteja
mi cadáver. Al final del cementerio, en la parte que da al campo, hay dos
tilos, en cuya sombra deseo descansar. Esto puede hacer tu padre por su amigo y
tengo la seguridad de que lo hará. Pídeselo tú también, Carlota. No pretendo
que los piadosos cristianos dejen depositar el cuerpo de un desgraciado cerca
de los suyos. Quisiera que mi sepultura estuviera a orillas de un camino o en
un valle solitario, para que cuando el sacerdote o el levita pasen junto a
ella, elevaran sus brazos al cielo, con una bendición, y para que el samaritano
la regara con sus lágrimas. Carlota: no tiemblo al tomar el cáliz terrible y
frío que me dará la embriaguez de la muerte. Me lo has entregado y no dudo. Así
van a cumplirse todas las esperanzas y todos los deseos de mi vida, todos, sí,
todos.
“Sereno y tranquilo
tocaré la puerta de bronce del sepulcro. ¡Ah! ¡Si hubiera tenido la suerte de
morir como sacrificio por ti! Con alegría y entusiasmo hubiera dejado este
mundo, seguro de que mi muerte afianzaba tu descanso y la felicidad de toda tu
vida. Pero, ¡ay!, sólo algunos seres con privilegios logran dar su vida por los
que aman y ofrecerse en holocausto para centuplicar los goces de sus
existencias amadas. Carlota: deseo que me entierren con el vestido que tengo
puesto, pues tu lo has bendecido al tocarlo. La misma petición hago a tu padre.
Mi alma se cierne sobre el féretro. Prohíbo que me registren los bolsillos. Llevo
en uno aquel lazo de cinta rosa que tenías en el pecho el primer día que te vi,
rodeada por tus niños… ¡Oh!, abrázalos mil veces y cuéntales la desgracia de su
amigo. ¡Cómo los quiero! Aún los veo agitarse a mi alrededor. ¡Ay! ¡Cuánto te
he amado, desde el momento primero de verte! Desde ese momento comprendí que
llenarías vida… Haz que entierren el lazo conmigo... Me lo diste el día de mi
cumpleaños y lo he guardado como una reliquia santa. ¡Ah! Nunca sospeché que
aquel principio llevaría a este final. Ten calma, te lo suplico, no
desesperes... Están cargadas… Oigo las 12… ¡Que sea lo que tenga que ser!
Carlota… Carlota… ¡Adiós! ¡Adiós!
Un vecino vio el
fogonazo y oyó la detonación; pero, como todo permaneció en calma, no averiguó
qué había sucedido.
A las seis de la
mañana del siguiente día entró el criado en la alcoba con una luz y vio a su
amo tendido, bañado en sangre y con una pistola. Le llamó y no consiguió
respuesta. Quiso levantarle y vio que todavía respiraba. Corrió a avisar al
médico y a Alberto. Cuando Carlota oyó la puerta, un temblor convulsivo se
apoderó de su cuerpo. Despertó a su marido y se levantaron. El criado, entre
llantos y sollozos, les dio la fatal noticia; Carlota cayó desmayada a los pies
de su esposo.
Cuando el médico
llegó al lado del infeliz Werther, lo encontró en el suelo y sin salvación
posible. El pulso latía, pero todas sus partes estaban paralizadas. La bala
había entrado por arriba del ojo derecho, haciendo saltar los sesos. Le
sangraron de un brazo; la sangre corrió. Todavía respiraba. Unas manchas de
sangre que se veían en el respaldo de su silla demostraban que consumó el acto
sentado frente a la mesa en que escribía y que en las convulsiones de la agonía
había caído al suelo. Se encontraba boca arriba, cerca de la ventana, vestido y
con zapatos, con frac azul y chaleco amarillo.
La gente de la casa
de la vecindad y poco después todo el pueblo se movieron. Llegó Alberto. Habían
colocado a Werther en su lecho, con la cabeza vendada. Su rostro tenía ya el
sello de la muerte. No se movía, pero sus pulmones funcionaban aún de un modo
espantoso. Unas veces, casi de forma imperceptible; otras, con ruidosa
violencia. Se esperaba que en cualquier momento exhalara el último suspiro.
No había bebido más
que un vaso de vino de la botella sobre la mesa. El libro de Emilia Galotti
estaba abierto sobre el pupitre. La consternación de Alberto y la desesperación
de Carlota eran inefables.
El anciano
administrador llegó, alterado y conmovido. Abrazó al moribundo, bañándole el
rostro con su llanto. Sus hijos mayores no tardaron en unírsele y se
arrodillaron junto al lecho, besando las manos y la boca del herido y
demostrando estar poseídos del más intenso dolor. El de más edad, que había
sido siempre el favorito de Werther, se colgó del cuello de su amigo y
permaneció abrazado hasta que expiró. Hubo que quitarlo a la fuerza. A las 12
del día Werther falleció.
La presencia del
administrador y las medidas que tomó evitaron todo desorden. Hizo enterrar el
cadáver por la noche, a las 11, en el sitio que había pedido Werther. El
anciano y sus hijos fueron formando parte del cortejo fúnebre; Alberto no tuvo
tanto valor.
Durante algún
tiempo se temió por la vida de Carlota. Los jornaleros condujeron a Werther al
lugar de su sepultura; no le acompañó sacerdote alguno.
FIN