miércoles, 17 de febrero de 2016

¿ Por qué leer a Chejov?

En los siguientes enlaces aparecen algunos datos de interés para completar vuestros temas. Sin duda interesantes, echadles un vistazo
http://cultura.elpais.com/cultura/2013/12/01/actualidad/1385915588_167250.html
Objetos de Chèjov expuestos en su casa Museo
http://www.abc.es/cultura/cultural/20131209/abci-cultural-m117-libros-chejov-201312091246.html

Y en el siguiente enlace encontraréis una selección de sus mejores relatos. Elegid uno y me contáis vosotros
http://lecturasindispensables.blogspot.com.es/2012/12/12-cuentos-de-anton-chejov-recomendados.html
Y por último, como parecen que las dudas planean, en el siguiente artículo quizás nos disipen algunas
http://www.abc.es/cultura/cultural/20141112/abci-escritores-actuales-sobre-chejov-201411121249.html

“¡DIOS MIO! OTRA VEZ EL AMOR”


A continuación os dejo algunos fragmentos de la obra de Anna Karenina de Leon Tolstoi, quizás con sus reflexiones entendáis mejor al personaje y la situación en la que se encuentra sumida. Me dio la impresión de que el pasado jueves pasamos muy por encima el verdadero significado del adulterio. Sin querer hacer defensa del mismo, pero sí con la intención de reflexionar sobre él,  os pido que leáis atentamente estos fragmentos y sobre las causas que que empujaron a las tres protagonistas ( Madame Bovary, Anna Karenina y la Regenta ) a cometer adulterio, entre otras, las siguientes: ¿ un marido frívolo?, ¿ un matrimonio sin amor? ¿ una vida infeliz?, ¿ un error?, ¿una venganza?
Así se expresaba Anna Karenina:
“Un hombre, por lo menos, es libre. Puede pasar por todas las pasiones, recorrer los países, saltar los obstáculos, hincar el diente a los más exóticos placeres. Pero una mujer está continuamente rodeada de trabas. Inerte y flexible al mismo tiempo, tiene en contra suya tanto las molicies de la carne como las ataduras de la ley. Su voluntad, igual que el vuelo de su sombrero sujeto por una cinta, flota a todos los vientos; siempre hay algún anhelo que arrebata y alguna convención que refrena”.
A continuación, os presente un breve diálogo entre Anna y Vronski, donde ya aparecen los puntos de vista y sentimientos divergentes. Los celos la llenan de indignación, la tenían constantemente irritada contra Vronsky y la llevaban a buscar motivos en que alimentar sus sentimientos desesperados. Vronsky ya no la ama y en cualquıer accıon de este, por ınsıgnıfıcante que sea, encuentra una nueva prueba de la desafeccıon de su amado. Vronsky ıntenta ser amable con ella y darle la razon en sus contınuas dısputas, conscıente de su sufrımıento. Entonces ella vuelve, por enésıma vez, a ınvocar el AMOR perdıdo ( o no encontrado). El, harto ya, exclama: “¡DIOS MIO! OTRA VEZ EL AMOR”.Este es el diálogo:" - La claridad en nuestra unión no consiste en la forma externa, sino en el amor –dijo Ana aun más irritada, no por las palabras de Vronsky, sino por la fría tranquilidad con que hablaba él- ¿Por qué deseas mi divorcio?- insistió.“¡Dios mío! Otra vez el amor”, pensó Vronsky frunciendo el ceño.- Ya lo sabes… Por ti, por los niños- contestó.- No tendremos más niños- Pues lo siento mucho.- Lo necesitas por los niños. Eso es: en mi no piensas –dijo Ana, que no había oído completa la frase “por ti y por los niños”.Y, por último, esto es lo que pasaba por la mente de Ana justo antes del trágico desenlace (Séptima parte, capítulo XXXI):«¿Qué estaba yo pensando antes? ¡Ah, sí! Que no encontraré una situación en la cual mi vida no sea un tormento; que todos hemos sido creados para sufrir; que todos sabemos a inventamos medios para engañarnos a nosotros mismos. Y cuando vemos la verdad no sabemos qué hacer.»–Por eso le ha sido dada al hombre la razón: para librarse de lo que le inquieta ––dijo la mujer de delante en francés y visiblemente satisfecha de su frase, haciendo muecas y chasqueando la lengua.Parecía que sus palabras fuesen una contestación a los pensamientos de ella.«Librarse de lo que le inquieta …», repitió.Y mirando al marido, grueso y colorado, y a la mujer, muy delgada, Ana comprendió que la mujer estaba enferma y se consideraba incomprendida; que el marido, con su aire satisfecho, no le hacía caso y hasta quizá la engañaba con alguna otra; y que por esto la mujer había pronunciado aquellas palabras.A Ana le parecía ver con clarividencia toda la historia de las vidas de aquel matrimonio, penetrar en los rincones más secretos de sus almas.Pero en ello había poco que la interesara y continuó reflexionando:«Si algo me inquieta, tengo la razón para librarme de ello; es decir, debo librarme. ¿Y por qué no he de poder apagar la luz cuando ya no hay nada que mirar, cuando sólo siento asco de todo? Y ¿por qué ese conductor corre por este estribo? ¿Por qué están gritando esos jóvenes del vagón de al lado?¿Por qué hablan? ¿Por qué ríen? Todo eso es mentira, engaño, maldad».Ana es víctima de la sociedad, no del amor, víctima de querer encontrar la felicidad a través de un hombre, como sustituto de desarrollar una vida plena dentro de los constreñimientos sociales de la época. ¡Y todavía hoy hay mujeres que se anulan a sí mismas y buscan un espejo en la persona amada!Ana buscaba vivir a través de él y no por ella misma:“Cuanto más conocía a Vronsky, más le amaba. Le amaba por sí mismo y por el amor en que él la tenía. El poseerle por completo colmaba su ventura. Su proximidad le alborozaba. Los rasgos de su carácter, que cada vez conocía mejor, se le hacían más queridos.Su aspecto físico, muy cambiado al vestir de hombre civil, le era tan atractivo como podía serlo para una joven enamorada. En cuanto hacía, decía o pensaba Vronsky, Ana hallaba algo especial, elevado y noble. La admiración que sentía por él llegaba a veces a asustarla. Ana trataba de hallar en su amado algo que no fuera agradable. No se atrevía a dejarle ver la conciencia que tenía de su propia insignificancia.Parecíale que, al verlo, Vronsky había de dejar de amarla más pronto, y ella nada temía tanto como perder su amor, aunque no tenía motivo alguno de temor a este respecto.”Y comparada con esta visión, Vronsky piensa en estos términos:“En cuanto a Vronsky, aunque se había realizado lo que deseara por tanto tiempo, no era feliz. No tardó en advertir que la realización de sus deseos no le procuraba más que un grano de la montaña de dicha que esperó. ¡Eterna equivocación del hombre que espera la felicidad del cumplimiento de sus anhelos! Al principio de unirse Vronsky a Ana y vestir el traje civil, sintió el atractivo de una libertad general que antes no conocía, así como la libertad en el amor, y fue feliz, mas por poco tiempo.En breve sintió nacer en su alma el deseo de los deseos: la añoranza. Involuntariamente se asía a todos los caprichos pasajeros considerándolos como deseo y fin”
Extraído del bog : coeducando en secundaria

Habrá que esperar a que leáis el libro para saber si Tolstoi no cree en el amor romántico, en ese amor cuya llama nunca se extingue o bien por el contrario, condena a la protagonista a  su autodestrucción por ir en pos  de un deseo imposible, saltándose las normas morales y sociales. 



jueves, 11 de febrero de 2016

El mago del terror


Poe introduce una nueva forma de lo macabro y lo espeluznante, su receta es absolutamente personal. Su pánico no viene de fuera sino que nace en el interior descreído del hombre moderno. Como bien aclara en el prefacio de sus Cuentos de lo grotesco y arabesco con orgullo de precursor: "Si el terror ha sido el tema de buena parte de mis obras, este terror no proviene de Alemania sino de mi alma".

Sus relatos sobresalen por la dosificación de la intriga y por la capacidad de sorprender. Poe prefiere los detallados análisis psicológicos a la acumulación de acciones externas. En vez de la descripción de lugares, se decanta por el análisis de la angustia que se siente en ellos. Contrasta el ambiente realista de sus historias con el fondo de misterio y terror que hay en ellas. En sus relatos predomina el terror, el misterio, los crímenes, personajes en situaciones límite, lo insólito y lo sobrehumano.

A continuación os presento los resúmenes de algunos de sus más famosos cuentos:
La verdad sobre el caso del señor Valdemar, en el que se practica la hipnosis a un paciente terminal.

Manuscrito hallado en una botella, en el que el protagonista viaja en un barco pero es embestido por otro navío. El joven logra salvarse encaramándose a la cubierta del mismo, pero se da cuenta que se encuentra en un buque fantasma.

El escarabajo de oro, que relata la búsqueda de un tesoro con la ayuda de un criptograma y un escarabajo de oro colgado de una cuerda.

Los crímenes de la calle Morgue es un relato policíaco en el que se produce un asesinato de dos mujeres en un apartamento. Tras fallidas investigaciones de la policía será el detective Dupin (personaje que inspirará a Conan Doyle para su Sherlock Holmes) quien descubre que había sido un orangután el que había realizado el crimen.

La carta robada, en la que Dupin encuentra una carta importante en el tarjetero de la casa del ladrón, tras infructuosas inspecciones de la policía.

La caída de la casa Usher. El protagonista es invitado al caserón de su amigo Roderick Usher, que vive en compañía de su hermana enfermiza y débil, Lady Madeline. Esta acaba muriendo. Es enterrada en una cripta, pero al final del relato aparecerá amortajada cayendo sobre el cuerpo de su hermano, que acaba muerto también.

El gato negro. Un joven matrimonio lleva una vida apacible con su gato. El marido se vuelve violento y deja tuerto al gato para después ahorcarlo. Más adelante ve a otro gato negro, también tuerto, con una mancha blanca con forma de horca. Un día, el marido va a matar al gato con el hacha pero se lo impide su mujer y es ella la que acaba asesinada. Entra la policía a su casa y el marido empieza a golpear la pared de manera frenética. Se oye un alarido y la policía descubre al gato emparedado junto a la esposa asesinada.

El corazón delator.
El relato fue publicado por vez primera en la publicación del amigo de Poe, James Russell Lowell, The Pioneer, en enero de 1843.
La historia presenta a un narrador obsesionado con el ojo enfermo (que llama "ojo de buitre") de un anciano con el cual convive al que finalmente decide asesinar. El crimen es estudiado cuidadosamente y, tras ser perpetrado, el cadáver es despedazado y escondido bajo las tablas del suelo de la casa. La policía acude a la misma y el asesino acaba delatándose a sí mismo, imaginando que el corazón del viejo se ha puesto a latir bajo la tarima.
Y no me puedo a resistir a que escuchéis la canción realizada por Radio Futuro sobre un poema de Poe llamado " Annabel Lee"


miércoles, 3 de febrero de 2016

¡TAN LARGO ME LO FIÁIS!

Como sabéis, es tradicional representar la obra de Don Juan Tenorio el Día de Todos los Santos porque la escena final se desarrolla en un cementerio, entre tumbas y muertos que vuelven a la vida (ya lo veremos). Y también resulta que Zorrilla estrenó su obra en 1844, pero ya desde mucho antes se representaba la historia de Don Juan por estas fechas. Nada menos que desde que Tirso de Molina, allá por el primer tercio del siglo XVII, escribió El burlador de Sevilla o el convidado de piedra, creando así uno de los personajes más grandes de todos los tiempos. Luego vendrían muchas otras obras, como No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, o el convidado de piedra, de Antonio de Zamora, que se estaría representando hasta que Zorrilla escribió su “Don Juan Tenorio” en pleno Romanticismo. Y fuera de España también, porque Don Juan pronto se convirtió en un personaje universal. Moliére escribió su “Dom Juan oú le festin de pierre”;Mozart compuso una ópera inmortal, Don Giovanni, y así podríamos seguir hasta hoy mismo, porque el cine sigue volviendo al personaje de vez en cuando. Sin ir más lejos, de 1995 es Don Juan de Marco, protagonizada por Jonny Deep y con el mismísimo Marlon Brando en el reparto.

En el siguiente vídeo de animación podéis ir entrando en el ambiente de la obra:



Y para deleite de vuestros oídos, un fragmento de la escena del comendador de la película Amadeus

El trailer de la película Don Juan de Marco ( in English):



martes, 2 de febrero de 2016

De lucha y de penas

Os dejo a vosotros, reivindicativos románticos, el fin de Werther. Ahora que lo pienso, era el libro de cabecera de Napoleón!!

“Cuando las tormentas bajan de la montaña; cuando el viento alborota el oleaje, me postro en la ribera y miro la funesta roca. Muchas veces, cuando la Luna aparece en el cielo, veo flotar en la oscuridad iluminada las almas de mis hijos, que vagan por el espacio, unidos fraternalmente en un abrazo”.

Un raudal de lágrimas, que brotó de los ojos de Carlota, desahogando su corazón, interrumpió la lectura de Werther. Éste hizo a un lado el manuscrito y tomando una de las manos de la joven, soltó también el amargo llanto. Carlota, apoyando la cabeza en la otra mano, se cubrió el rostro con un pañuelo. Víctimas ambos de una terrible agitación, veían su propia desdicha en la suerte de los héroes de Ossian y juntos lloraban. Sus lágrimas se confundieron. Los ardientes labios de Werther tocaron el brazo de Carlota; ella se estremeció y quiso retirarse; pero el dolor y la compasión la tenían atada a su silla como si un plomo pesara sobre su cabeza. Ahogándose y queriendo dominarse, suplicó con sollozos a Werther que siguiera la lectura; su voz rogaba con un acento del cielo.

Werther, cuyo corazón latía con la violencia de querer salir del pecho, temblaba como un azogado. Tomó el libro y leyó inseguro:

“¿Por qué me despiertas, soplo embalsamado de primavera? Tú me acaricias y me dices: ‘traigo conmigo el rocío del cielo; pero pronto estaré marchito, porque pronto vendrá la tempestad, arrancará mis hojas. Mañana llegará el viajero; vendrá el que me ha conocido en todo mi esplendor; su vista me buscará a su alrededor y no me hallará”.

Estas palabras causaron a Werther un gran abatimiento. Se arrojó a los pies de Carlota con una desesperación completa y espantosa, y tomándole las manos las oprimió contra sus ojos, contra la frente.

Carlota sintió el vago presentimiento de un siniestro propósito. Trastornado su juicio, tomó también las manos de Werther y las colocó sobre su corazón. Se inclinó con ternura hacia él y sus mejillas se tocaron. El mundo desapareció para los dos; la estrechó entre sus brazos, la apretó contra el pecho y cubrió con besos los temblorosos labios de su amada, de los que salían palabras entrecortadas.

-¡Werther! -murmuraba con voz ahogada y desviándose-. ¡Werther!, insistía, y con suave movimiento trataba de retirarse.

-¡Werther! -dijo por tercera vez-, ahora con acento digno e imponente.

Él se sintió dominado; la soltó y se tiró al suelo como un loco. Carlota se levantó y en un trastorno total, confundida entre el amor y la ira, dijo:

-Es la última vez, Werther; no volverás a verme.

Y entregándole una mirada llena de amor a aquel desdichado, corrió a la habitación contigua y ahí se encerró.

Werther extendió las manos sin atreverse a detenerla. En el suelo y con la cabeza en el sofá, permaneció más de una hora sin dar señales de vida. Al cabo de ese tiempo oyó ruido y despertó. Era la criada que venía a poner la mesa. Se levantó y se puso a caminar por el cuarto. Cuando volvió a quedarse solo, se acercó a la puerta por donde había entrado Carlota y dijo en voz baja:

-¡Carlota! ¡Carlota! Una palabra al menos, un adiós siquiera…

Ella guardó silencio. Esperó, suplicó, esperó una vez más... Por último se alejó de la puerta gritando:

-¡Adiós, Carlota… adiós para siempre!

Llegó a las puertas de la ciudad; los guardias, que acostumbraban verlo, lo dejaron pasar. Caían menudos copos de nieve; él, no obstante, no volvió a la población sino una hora antes de la medianoche.

Cuando llegó a su casa, el criado observó que no traía su sombrero, pero no se aventuró a decirle nada. Le ayudó a desvestirse: toda la ropa estaba calada. Más tarde, encontraron el sombrero en un peñasco que destacaba sobre todos los de la montaña y que parece desgajarse sobre el valle. No se sabe cómo en una noche lluviosa y oscura pudo llegar a ese punto sin caer. Se acostó y durmió mucho tiempo; cuando el criado entró al cuarto al día siguiente para despertarlo, lo encontró escribiendo. Werther le pidió café, mismo que enseguida la sirvió.

Werther entonces agregó estos párrafos a la carta que había iniciado para Carlota:

“Esta vez es la última que abro los ojos; la última, ¡ay de mí! Ya no volverán a ver la luz del día. Estarán cubiertos por una niebla densa y oscura. ¡Sí, viste de luto, naturaleza! Tu hijo, tu amigo, tu amante se acerca a su término. ¡Ah, Carlota!, es una cosa que no se parece a nada y que sólo puede compararse con las percepciones confusas de un sueño, el decirse; ‘¡Esta mañana es la última!’ Carlota, apenas puedo entender el sentido de estas palabras: ‘¡La última!’ Yo, que ahora tengo la plenitud de mis fuerzas, mañana rígido e inerte estaré sobre la tierra. ¡Morir! ¿Qué es eso? Ya lo ves: los hombres soñamos siempre que hablamos de la muerte. He visto morir a mucha gente; pero somos tan pobres de mente que no sabemos nada del principio ni del fin de la vida. En este momento todavía soy mío... todavía soy tuyo, sí, tuyo, querida mía; y dentro de poco... ¡separados, aislados, quizá para siempre! ¡No, Carlota, no! ¿Cómo puedo dejar de ser? Existimos, sí. ¡Dejar de ser! ¿Qué significa esto? Es una frase más, un ruido que mi corazón no entiende. ¡Muerto, Carlota! ¡Cubierto en la tierra fría, en un rincón angosto y oscuro! Tuve yo cuando adolescente una amiga que era apoyo y consuelo de mi abandonada juventud. Murió y estuve con ella hasta la fosa, donde vi cuando bajaron el ataúd; oí el crujir de las cuerdas cuando las soltaron y cuando las recogieron. Luego arrojaron la primera palada y la fúnebre caja hizo un ruido sordo; después, más sordo; y después, aún más, hasta que quedó cubierta de tierra por completo. Caí al lado de la fosa, delirante, oprimido y con las entrañas despedazadas. Pero no supe nada de lo que me sucedió, de lo que me sucederá. ¡Muerte! ¡Tumba! No entiendo estos conceptos.

“¡Oh! ¡Perdóname, perdóname! Ayer… aquel debió ser el último momento de mi vida. ¡Oh, ángel! Fue la primera vez, sí, que una alegría pura e infinita llenó mi ser.

“Me ama, me ama… Aún quema mis labios el fuego sagrado que emanaba de los suyos; todavía colman mi corazón estas delicias abrasadoras. ¡Perdóname, perdóname! Sabía que me amabas; lo sabía desde tus primeras miradas, aquellas miradas llenas de ti; lo sabía desde la primera vez que me diste la mano. Y, sin embargo, cuando me separaba de ti o veía a Alberto contigo, me atacaban las dudas.

“¿Recuerdas de las flores que me enviaste el día de esa enojosa reunión en que ni pudiste darme la mano ni decirme palabra alguna? Pasé de rodillas media noche frente a las flores, porque eran para mí el sello de tu amor; pero ¡ay!, estas impresiones se borraron como se borra paso a paso en el corazón del creyente el sentimiento de la gracia de que Dios le prodiga por medio de símbolos visibles. Todo perece, todo: pero ni la misma eternidad puede acabar con la candente vida que ayer tomé de tus labios y que siento en mi interior. ¡Me ama! Mis brazos la han estrechado; mi boca ha temblado, ha murmurado palabras de amor sobre la suya. ¡Es mía! ¡Eres mía! Sí, Carlota; mía para siempre. ¿Qué importa que Alberto sea tu esposo? No lo es más que para el mundo; para ese mundo que dice que amarte y querer arrancarte de los brazos de tu marido para cobijarte en los míos es pecado. ¡Pecado!, sea. Si lo es, ya lo expío. He saboreado ese pecado en sus delicias, en su éxtasis inconmensurable. He aspirado el bálsamo de la vida y con él he fortalecido mi alma. Desde este momento eres mía, ¡mía, Carlota! Voy delante de ti; voy a reunirme con mi padre, que también lo es de ti, Carlota; me quejaré y me consolará hasta que tú aparezcas. Entonces volaré a tu encuentro, te recibiré en mis brazos y nos uniremos en presencia del eterno, con un abrazo que no tendrá fin. No sueño ni deliro. Al borde del sepulcro brilla para mí la verdadera luz. ¡Volveremos a estar juntos! ¡Veremos a tu madre y le diremos todas las penas de mi corazón! ¡Tu madre! ¡Imagen tuya perfecta!”

A las 11 llamó Werther a su criado y le preguntó si había regresado Alberto; el criado dijo haberlo visto pasar en su caballo. Entonces le mandó una carta abierta que sólo contenía estas palabras:

“¿Me harías el favor de prestarme tu pistola: para un viaje que he planeado? Que estés bien. Adiós”.

La pobre Carlota apenas había dormido la noche anterior. Su sangre pura, que hasta entonces había corrido por su venas en calma, se agitaba febril. Mil sensaciones distintas conmovían su noble corazón. ¿Era que le consumía el corazón el calor de las caricias de Werther o que estaba indignada de su atrevimiento? ¿Era que le mortificaba el comparar su situación con su vida pasada, con sus días de inocencia, sosiego y confianza? ¿Cómo presentarse ante su esposo? ¿Cómo confesarle una escena que ella misma no quería aceptar, por más que no tuviera nada de qué avergonzarse? Mucho tiempo hacía que marido y mujer no hablaban de Werther y justo ella debía romper el silencio para hacerle una confesión igual de penosa como inesperada. Temía que el solo anuncio de la visita de Werther fuera para Alberto motivo de mortificación. ¿Qué sucedería al saber todo lo ocurrido? ¿Podría esperar que juzgara las cosas sin pasión y las viera tal como se habían presentado? ¿Podría desear que leyera claramente en el fondo de su alma? Y, por otra parte, ¿cómo disimular ante un hombre para quien su pecho había sido siempre un transparente cristal y a quien ni había ocultado ni quería ocultar nunca el menor pensamiento? Estas reflexiones la abrumaban y la ponían en una cruel incertidumbre; siempre su pensamiento se dirigía a Werther, que la adoraba; hacia Werther, a quien no podía abandonar y a quien necesario era dejar. ¡Ah! ¡Qué vacío para ella!

Aunque la agitación de su espíritu no le permitiera ver con claridad la verdad de las cosas, comprendió que pesaba sobre ella la fatal desavenencia que apartaba a su marido y a Werther; dos hombres tan buenos y tan inteligentes que, iniciando por ligeras divergencias de sentimientos, había llegado a una mutua reserva y a una indiferencia glacial. Cada uno se encerraba en el círculo de su propio derecho y de los errores del otro. La tensión había aumentado por ambas partes, llegando a ser tal la situación que ya no podía resolverse sin violencia. Si una dichosa confianza los hubiera unido más en los primeros momentos; si la amistad y la indulgencia hubieran abierto sus almas a dulces expansiones, quizá se hubiera podido salvar el desgraciado joven. Una circunstancia particular aumentaba la perplejidad de Carlota. Werther, como leemos en sus cartas, no ocultó nunca su deseo de dejar el mundo. Alberto había combatido la idea muchas veces y a menudo había platicado sobre ella con su mujer. Impulsado por una instintiva repugnancia hacia el suicidio, Alberto había dado a entender a menudo, con una especie de ligereza de carácter, y hasta se había permitido una que otra burla sobre el asunto, haciendo así que su incredulidad se reflejara un tanto en Carlota. Esto la tranquilizaba un poco cuando en su ser aparecían siniestras imágenes; pero de la misma forma le impedía manifestar sus temores a su marido.

No tardó Alberto en llegar y ella salió a recibirlo con una solicitud no libre de vergüenza. Alberto parecía disgustado. No había podido terminar sus negocios por algunos problemas, relacionadas con el carácter intratable y minucioso del funcionario. El mal estado de los caminos había acabado de ponerle de mal humor. Preguntó lo que había sucedido en su ausencia y su mujer se apresuró a decirle que Werther había estado ahí la tarde del día anterior. Informado después de que en su cuarto tenía algunas cartas y paquetes que habían llevado para él, dejó sola a Carlota. La presencia del hombre por quien sentía tanto cariño y tanto respeto hizo una nueva revolución en su espíritu. El recuerdo de su generosidad, de su amor y de sus bondades, le regresó la calma. Sintió un secreto deseo de seguirle y con decisión hizo lo que muchas veces: ir a buscarlo a su cuarto. Le encontró abriendo y leyendo cartas; algunas parecían llenas de noticias desagradables. Le hizo varias preguntas al respecto y él contestó con excesiva brevedad, para después empezar a escribir. Durante una hora estuvieron callados, uno frente al otro. El humor de Carlota se oscurecía por momentos. Comprendía que aunque su marido estuviera del mejor ánimo, iba a verse apurada para explicar lo que sentía su corazón y cayó en un abatimiento que se profundizaba a medida que se esforzaba por ocultar y devorar sus lágrimas.

La llegado del criado de Werther aumentó su preocupación. Aquél entregó la carta de su amo y Alberto, después de leerla, se dio la vuelta, indiferente, hacia su mujer, diciéndole:

-Dale las pistolas.

Luego hacia el criado agregó:

-Di a tu amo que le deseo buen viaje.

Estas palabras tuvieron en Carlota el efecto de un rayo. Apenas pudo levantarse. Se dirigió lento a la pared, descolgó las armas y las limpió temblorosa. Estaba indecisa y hubiera tardado mucho en entregarlas al criado, si Alberto, con mirada inquisidora, no la hubiera forzado a obedecer.

Carlota entregó las pistolas sin poder decir una sola palabra. Cuando éste se retiró, Carlota volvió a tomar su labor y se fue a su habitación, presa de una gran turbación y con el corazón agitado por los presentimientos.

Tan pronto quería ir y arrojarse a los pies de su esposo y confesarle lo sucedido, la turbación de su conciencia y sus terribles temores, como desistía de hacerlo, preguntándose de qué serviría el acto. ¿Podía esperar que su marido, en atención a sus súplicas, corriera de inmediato a casa de Werther?

La comida estaba en la mesa. Llegó una amiga de Carlota que sin otra cosa que la intención de verla y con temor a importunar, decidió retirarse. Carlota la hizo quedarse. Esto dio pie a una conversación que animó la comida y aunque esforzándose, se habló y se dio todo al olvido.

El criado de Werther llegó a casa con las pistolas y se las dios a su amo, quien las tomó con un tipo de placer cuando supo que venían de las manos de Carlota.

Ordenó que le llevaran pan y vino, y después de decir a su criado que fuera a comer, se puso a escribir:

“Han pasado por tus manos; tú misma las has desempolvado; tú las has tocado… y yo las beso ahora una y mil veces. ¡Ángel del cielo, tú apoyas mi decisión! Tú, Carlota, eres quien me entregas esta arma destructora; así recibiré la muerte de quien quería recibirla yo. Me he enterado por el criado de los pormenores! Temblabas al darle estas pistolas…, pero ni un ‘adiós’ me haces llegar. ¡Ay de mí!, ni un ‘adiós’. ¿Quizá el odio me ha cerrado tu corazón por aquel instante de embriaguez que me unió a ti para siempre? ¡Ah, Carlota!, el transcurso de los siglos no borrará aquella impresión; y tú, estoy seguro, no podrás aborrecer nunca a quien tanto te ha idolatrado”.

Después de comer envió al criado que acabara de empacar todo. Rompió muchos papeles. Salió a pagar algunas cuentas pendientes y regresó a casa. Más tarde, a pesar de la lluvia, salió de nuevo y fue al jardín del difunto conde de M., fuera del pueblo. Paseó mucho tiempo por los alrededores y regresó a su casa al anochecer. Entonces escribió:

“Guillermo: por última vez he visto los campos, el cielo y los bosques. También a ti doy el último adiós. Tú, madre, perdóname. Consuélala, Guillermo. Que Dios los llene de bendiciones. Todos mis asuntos quedan saldados. Adiós; nos volveremos a ver y entonces seremos más felices.

“Mal he pagado tu amistad, Alberto; pero sé que me perdonas. He turbado la paz de tu hogar; he introducido la desconfianza entre ustedes… Adiós, quiera el cielo que mi muerte te devuelva la felicidad. ¡Alberto!, haz feliz a ese ángel, para que la bendición de Dios descienda sobre ti”.

Por la noche estuvo revolviendo sus papeles; rompió muchos, que lanzó al fuego, y cerró algunos pliegos dirigidos a Guillermo. El contenido de estos se reducía a breves disertaciones y pensamientos inconexos, de los cuales no conozco más que una parte. A eso de las 10 ordenó echar más leña al fuego y que le llevaran una botella de vino; después mandó a dormir a su criado. El cuarto de éste, como los de todos los que vivían en la casa, estaba muy lejos del de Werther.

El criado se acostó vestido para estar listo muy temprano, pues su amo le había dicho que los caballos de posta llegarían antes de las seis de la mañana.

Después de las 11

“Todo duerme a mi alrededor y mi alma está tranquila. Te doy las gracias, Dios, por haberme concedido en momento tan supremo resignación tan mayúscula. Me asomo a la ventana, amada mía, y distingo a través de las tempestuosas nubes unos luceros esparcidos en la inmensidad del cielo. ¡Ustedes no desaparecerán, astros inmortales! El eterno los lleva, lo mismo que a mí. Veo las estrellas de la Osa, que es mi constelación predilecta, porque de noche, cuando salía de tu casa, la tenía siempre enfrente. ¡Con qué delicia la he visto tantas veces! ¡Cuántas veces he levantado mis manos hacia ella para tomarla por testigo de la felicidad que entonces disfrutaba! ¡Oh, Carlota! ¿Qué hay en el mundo que no traiga tu recuerdo a mi mente? ¿No estás en todo lo que me rodea? ¿No te he robado, con la codicia de un niño, mil objetos sin importancia que habías santificado con tu toque?

“Tu retrato, muy querido para mí, te lo doy con la súplica de que lo conserves. He impreso en él mil millones de besos y lo he saludado mil veces al entrar en mi habitación y al salir de ella. Dejo una carta escrita para tu padre, en la que ruego proteja mi cadáver. Al final del cementerio, en la parte que da al campo, hay dos tilos, en cuya sombra deseo descansar. Esto puede hacer tu padre por su amigo y tengo la seguridad de que lo hará. Pídeselo tú también, Carlota. No pretendo que los piadosos cristianos dejen depositar el cuerpo de un desgraciado cerca de los suyos. Quisiera que mi sepultura estuviera a orillas de un camino o en un valle solitario, para que cuando el sacerdote o el levita pasen junto a ella, elevaran sus brazos al cielo, con una bendición, y para que el samaritano la regara con sus lágrimas. Carlota: no tiemblo al tomar el cáliz terrible y frío que me dará la embriaguez de la muerte. Me lo has entregado y no dudo. Así van a cumplirse todas las esperanzas y todos los deseos de mi vida, todos, sí, todos.

“Sereno y tranquilo tocaré la puerta de bronce del sepulcro. ¡Ah! ¡Si hubiera tenido la suerte de morir como sacrificio por ti! Con alegría y entusiasmo hubiera dejado este mundo, seguro de que mi muerte afianzaba tu descanso y la felicidad de toda tu vida. Pero, ¡ay!, sólo algunos seres con privilegios logran dar su vida por los que aman y ofrecerse en holocausto para centuplicar los goces de sus existencias amadas. Carlota: deseo que me entierren con el vestido que tengo puesto, pues tu lo has bendecido al tocarlo. La misma petición hago a tu padre. Mi alma se cierne sobre el féretro. Prohíbo que me registren los bolsillos. Llevo en uno aquel lazo de cinta rosa que tenías en el pecho el primer día que te vi, rodeada por tus niños… ¡Oh!, abrázalos mil veces y cuéntales la desgracia de su amigo. ¡Cómo los quiero! Aún los veo agitarse a mi alrededor. ¡Ay! ¡Cuánto te he amado, desde el momento primero de verte! Desde ese momento comprendí que llenarías vida… Haz que entierren el lazo conmigo... Me lo diste el día de mi cumpleaños y lo he guardado como una reliquia santa. ¡Ah! Nunca sospeché que aquel principio llevaría a este final. Ten calma, te lo suplico, no desesperes... Están cargadas… Oigo las 12… ¡Que sea lo que tenga que ser! Carlota… Carlota… ¡Adiós! ¡Adiós!

Un vecino vio el fogonazo y oyó la detonación; pero, como todo permaneció en calma, no averiguó qué había sucedido.

A las seis de la mañana del siguiente día entró el criado en la alcoba con una luz y vio a su amo tendido, bañado en sangre y con una pistola. Le llamó y no consiguió respuesta. Quiso levantarle y vio que todavía respiraba. Corrió a avisar al médico y a Alberto. Cuando Carlota oyó la puerta, un temblor convulsivo se apoderó de su cuerpo. Despertó a su marido y se levantaron. El criado, entre llantos y sollozos, les dio la fatal noticia; Carlota cayó desmayada a los pies de su esposo.

Cuando el médico llegó al lado del infeliz Werther, lo encontró en el suelo y sin salvación posible. El pulso latía, pero todas sus partes estaban paralizadas. La bala había entrado por arriba del ojo derecho, haciendo saltar los sesos. Le sangraron de un brazo; la sangre corrió. Todavía respiraba. Unas manchas de sangre que se veían en el respaldo de su silla demostraban que consumó el acto sentado frente a la mesa en que escribía y que en las convulsiones de la agonía había caído al suelo. Se encontraba boca arriba, cerca de la ventana, vestido y con zapatos, con frac azul y chaleco amarillo.

La gente de la casa de la vecindad y poco después todo el pueblo se movieron. Llegó Alberto. Habían colocado a Werther en su lecho, con la cabeza vendada. Su rostro tenía ya el sello de la muerte. No se movía, pero sus pulmones funcionaban aún de un modo espantoso. Unas veces, casi de forma imperceptible; otras, con ruidosa violencia. Se esperaba que en cualquier momento exhalara el último suspiro.

No había bebido más que un vaso de vino de la botella sobre la mesa. El libro de Emilia Galotti estaba abierto sobre el pupitre. La consternación de Alberto y la desesperación de Carlota eran inefables.

El anciano administrador llegó, alterado y conmovido. Abrazó al moribundo, bañándole el rostro con su llanto. Sus hijos mayores no tardaron en unírsele y se arrodillaron junto al lecho, besando las manos y la boca del herido y demostrando estar poseídos del más intenso dolor. El de más edad, que había sido siempre el favorito de Werther, se colgó del cuello de su amigo y permaneció abrazado hasta que expiró. Hubo que quitarlo a la fuerza. A las 12 del día Werther falleció.

La presencia del administrador y las medidas que tomó evitaron todo desorden. Hizo enterrar el cadáver por la noche, a las 11, en el sitio que había pedido Werther. El anciano y sus hijos fueron formando parte del cortejo fúnebre; Alberto no tuvo tanto valor.

Durante algún tiempo se temió por la vida de Carlota. Los jornaleros condujeron a Werther al lugar de su sepultura; no le acompañó sacerdote alguno.

FIN